David era un rey bravío, inteligente, un líder. Mas, no imponía autoridad en su casa y por eso ocurrieron desgracias evitables en el seno de su familia.
En su calidad de monarca tenía derecho a muchas esposas y concubinas, costumbre adquirida de otras naciones, pese a que Dios había establecido que no fuese así con los reyes israelitas.
Su gran cantidad de hijos de múltiples mujeres, fueron criados en un palacio enorme, carentes de la cercanía paterna y en medio de la rivalidad de sus madres.
Su primogénito Amnón entró en angustia por el amor que sentía por su medio hermana Tamar e incentivado por su amigo Jonadáb la violó.
David no reaccionó ante tal atrocidad y la joven fue a vivir a casa de su hermano de padre y madre, Absalón, que dos años después mandó a matar al abusador.
Igual, Adonías, no recibía correctivos de su padre, el ocupado soberano.
Pasa que tantas y tantas personas son líderes en la calle, o sea, en el trabajo, en la escuela, en el barrio, en resumen, en los espacios donde inciden pero su casa manga por hombro.
Así, gestores comunitarios que trabajan por poblaciones vulnerables, entregados a esta causa tal vez les falta tiempo para su hogar y el descalabre es evidente
Cristianos que predican sobre las bases de la salvación y sus hijos son un peligro para la sociedad y para ellos mismos.
Como el terrible cuento de Flannery O’Connor. Ese del progenitor que pierde a la esposa y queda con un hijo de seis años que expresa con rebeldía el dolor por la perdida.
Ah, pero aquel hombre no logra entender cómo ese chiquillo que tiene tanto es tan demandante y entonces centra sus energías en el trabajo social.
Al extremo tal comprometido con esta misión, adopta un chico de la calle que termina por inducir a su pequeño al suicidio y acusa de violación a su protector.
Ejemplos horrorosos sobran y son una alarma que retumba en los tímpanos y sacude la cóclea.